10 September 2017

ANTROPÓLOGO SE ENCUENTRA CON "LUCES"




“Calingasta x-file”: reflexiones para una antropología de lo extraordinario
AUTOR: Antropólogo Diego Escolar  Recibido 17 de Julio 2009. Aceptado 2 de Junio 2010

A continuación se transcriben las partes fundamentales de su extenso informe, seleccionadas por el suscrito, luego de haberlo leído en toda su extensión.

Milton W. Hourcade

“Ahí está el entierro”. Repentinamente caigo en la cuenta de que, para mis acompañantes, esa luz que hace varios minutos se ve a lo lejos y pensaba que era un auto, no es atribuible a ningún objeto corriente. Es la “luz mala”, la luz de un “tapado”, o el espíritu de un “indio” o un brujo. [aquí cabe perfectamente aquello que escribí bajo el título  “Las cosas son lo que son y no su interpretación – el antropólogo va a descubrir o a determinar a qué los lugareños le llaman “entierro” “tapado”, “espíritu de indio” o “de brujo”. Pero la realidad es que ven una luz -  MWH].

La luz baja a gran velocidad por la meseta mucho más rápido según nuestra percepción que un vehículo convencional, máxime teniendo en cuenta que por su posición se trasladaba casi a nivel del terreno, en­tre arbustos, “bordos”, piedras, ríos secos y surcos de crecientes. Se para a la mitad de su recorrido entre el pie del cerro y nuestro camino.

Ha tardado no más de diez segundos para hacer unos cinco kilómetros, en una dirección perpendicular a nuestra trayectoria, pero unos quinientos metros más adelante (Figura 1, referen­cia 1). Desaparece. Unos minutos más tarde, emerge de nuevo en la meseta pero más cerca, avanzando primero en línea recta hacia nosotros, para luego de­tenerse y apagarse nuevamente. Repite ese movimiento algunas veces, otras parece desplazarse unos segundos en forma paralela, tal vez a unos trescientos metros.

Mientras seguimos nuestra marcha, en cada oportu­nidad en que aparece, lo hace en el mismo sitio en relación a nosotros, como si se hubiera desplazado en forma invisible y paralela. ¿O eran otras?

Tal vez gendarmes, guardafaunas o policías están haciendo un operativo porque alguien del pueblo nos “batió” suponiendo que íbamos de cacería. Las lu­ces son sus reflectores o las ópticas de sus vehículos. Pero no es gente, se insiste: además ningún ruido de motores ¿Y la velocidad? [Escolar hace un esfuerzo por pensar en causas comunes para el origen de la luz, pero el fenómeno se encarga de convencerle de lo contrario. Lo importante es que es un científico quien es testigo directo de las apariciones, movimientos y características de estas luces –tamaño, velocidad de desplazamiento, colores. MWH]

 Ahora nos sigue de atrás y también de costado: intermitente, se acerca rápido a ras del piso y parece que va a llegar hasta nosotros, pero después se detiene o se apaga. Ahora la vemos prendida nuevamente a cien o doscientos metros, en la banquina, donde acabamos de pasar. Su tamaño puede ser como el de una pelota de fútbol o un pe­queño arbusto. Nos paramos a mirarla de soslayo, mientras los caballos, para nuestra grata sorpresa, se muestran indiferentes. De improviso, como animada por una descarga eléctrica, se eleva varios metros del piso rebotando por el aire en ángulos diferentes y tra­yectorias rectas, hasta que el último pique la devuelve al mismo lugar (Figura 1, referencia 2). Todo dura menos de un segundo y en la retina parecen quedar los trazos luminosos como rayos.


Una gran luz blanca verdosa, esférica, y no dos focos de auto, es lo que viene desde el sur. Ya no está en la ruta, sino en la franja intermedia entra ésta y la Pampa del Leoncito donde nos encontramos. Viene en un largo y continuado zigzag de aproximación, ilu­minando alrededor suyo. Vamos retrocediendo hacia el norte, confiando en la protección de los retamos, pero se sigue acercando y ahora distinguimos unos resplandores rojizo anaranjados.

La luz, al estar más cerca, vuelve a hacernos du­dar: aunque tiene el tamaño aproximado de un vehí­culo grande claramente se trata de una única masa luminosa, que no proyecta haces de luz como focos o reflectores. Su aspecto es el de una gran estrella achatada que alumbra sin encandilar con una extraña incongruencia entre su tamaño respetable y la baja intensidad lumínica. No se escucha ruido, ni de mo­tores ni de ramas quebradas. Su zigzag ya está muy cerca y no hay tiempo para escapar.

Osvaldo está muy nervioso y su hijo completamente mudo, mientras cabalga buscando la protección de los retamos. Carlos y yo, más atrás, parece que tuviéramos una actitud distinta. El no he dejado de hacer algún chiste y yo estoy extrañamente habituado a la situación.



Pampa del Leoncito


La luz parece tener alguna corporeidad, es más densa que una nube espesa aunque no puedo encon­trar una sustancia para compararla ¿tal vez plasma? Está suspendida a medio metro del piso, en un avan­ce lento a sólo cincuenta metros de nosotros. Osval­do y su hijo siguen caminando más allá. Nosotros vamos rodeando un gran retamo para que nos tape. Nos quedamos parados con la luz a detenida a unos veinte metros.

La luz tiene algo más de tres metros de diámetro y a veces cambia de color, de blanco verdoso a naranja; en el medio parece tener un núcleo más denso, en el cual se producen princi­palmente los cambios de color e intensidad.

Una parte de la luz está levemente tamizada por uno o dos retamos. Ni ruido ni calor. ¿Tiene reflejos anaranjados? La miramos y no la miramos, la evitamos ver de frente.


La luz, atrás, se está yendo muy despacio cuando repentinamente, chocamos contra el alambrado que habíamos dejado atrás. Otra luz se enciende más allá del alambrado.
La nueva luz crece en segundos a otra gran es­trella rastrera y se mueve muy lentamente, en un largo y sinuoso rodeo. ¡Miren! ¡Nos está huellando!

Estamos exactamente del otro lado del alambrado que nos había cerrado el paso cuando la U del potrero inconcluso y la luz reco­rre al detalle nuestros desplazamientos anteriores en pos de una salida del potrero, justo hacia el lugar donde estamos. La luz, a unos quince metros, se torna de un fuerte color rojo y el miedo aprieta de golpe como un torrente.

Luego de un minuto vuelve a desandar las huellas y se apaga rápidamente, a diferencia de la morosa peregrinación de la luz ori­ginal

Hemos venido desde el norte y después cruzado la Pampa de este a oeste. Deben ser casi la una de la mañana y estamos apretados de cansancio y frío, quizá podemos hacer un pequeño fuego.

Pero nuevamente una luz lejana pero perfec­tamente visible se acaba de encender hacia el extre­mo sur del óvalo. Ya no nos sorprendemos. Otra luz aparece en el centro de la Pampa, pero en el borde del otro lado, es decir hacia el sector desde donde la cruzamos. Esto no es totalmente exacto, porque como señala Osvaldo no está parada en el punto por donde entramos a la Pampa, sino desplazada un poco hacia el norte, probablemente más de quinientos metros.
La luz del sur empieza a recorrer la Pampa longitudinal­mente, hacia el norte, mientras la otra queda inmóvil. Parece ir a gran velocidad, según el método casero de contrastar el tiempo aproximado que tarda en recorrer una distancia que sabemos de doce kilómetros. A este ritmo, la cruzará en tres o cuatro minutos. Es decir, lleva una velocidad de 400 o 300 km/h.

Osvaldo sigue sorprendido por su capacidad de detectar huellas. La luz parece “buscar” nuestra pre­sencia, o más bien nuestro paso, porque “peina” el área justo cuando ya no estamos. Nuevamente, pueden ser gendarmes o guardafaunas patrullando el área para ubicarnos. O tal vez, como insinúan algunos relatos locales, contrabandistas o narcotraficantes que aterri­zan en la Pampa. La luz comienza a aminorar muy paulatinamente su marcha para ir a detenerse más de 500 metros después, habiendo pasado por adelan­te de la segunda luz, en el punto exacto donde su recorrido se cruza con las huellas del nuestro. Pero ¿Cómo percibió nuestras huellas a la distancia en el duro suelo arcilloso, cuando además no se diferen­cian de las muchas otras que atraviesan la Pampa en todas direcciones? Durante unos instantes las dos lu­ces parecen sufrir algunos cambios en su coloración, tornando alternativamente del blanco verdoso al rojo anaranjado. Estos cromatismos afectan especialmente a la recién llegada, quien empieza a manifestar otras transformaciones.

Parece ensancharse, cobrar mayor volumen, y al mismo tiempo elevarse un poco más que la otra, mientras predomina el color rojo, al mis­mo tiempo que tiende a aplastarse en el eje vertical. Se asemeja a la imagen de una célula haciendo en meiosis, pienso. Repentinamente aparece una tercera luz en el extremo norte. La que había venido del sur, ahora de color rojo, comienza nuevamente a despla­zarse hacia el norte, pero sale disparada en forma oblicua como un rayo hacia al cielo, desapareciendo, dejando la impresión de una breve línea roja (Figura 1, referencia 4).

Un par de minutos después, desde el norte, por la Pampa Negra, una luz roja viene volando hacia noso­tros por encima de las copas de los retamos. Aunque de lejos parece intensa, a medida que se acerca se la percibe cada vez más difusa. La observamos re­signados codo con codo sobre nuestros caballos. En segundos llegará y aunque ya sabemos que los caba­llos no se inquietan, aprieto las riendas. La tenue lu­minosidad pasa por nuestras cabezas. Dos veces más, creo veo la nube roja volar hacia nosotros hasta topar con nuestras cabezas, pero no recuerdo qué sucede luego de cada pasaje. Sólo repetidas llegadas (Figura 1, referencia 5).

De nuevo estamos mirando hacia la Pampa mon­tados en nuestros caballos. Las dos luces que se ob­servaban sobre la planicie, una en el centro y otra al norte, ahora se han complementado con una tercera en el extremo sur (quizá la misma que antes había recorrido la Pampa, se había dividido, desaparecido en el aire y quizás más tarde, volado a baja altura sobre nosotros). Forman un triángulo que empieza a titilar vertiginosamente. Cada luz, sin embargo, lleva su pro­pio ritmo. Transcurre el tiempo y hablamos. Tratamos de entender que significa el titilado, que continúa; trato de identificar series que se repitan, tal vez algún tipo de código, pero me es imposible por la veloci­dad. Después de quince o veinte minutos, se apagan repentinamente (Figura 1, referencia 6).

Propósito del autor

En este artículo he intentado lidiar precisamente con el arraigado taboo disciplinar respecto de dar cuenta sobre experiencias extraordinarias (West 2007), generalmente asociadas a la vaga categoría de lo “so­brenatural” o “extraempírico”, narrando una experien­cia de campo extremadamente disruptiva en cuanto a los propios marcos de realidad del investigador y rechazada como posible tanto por la comunidad cien­tífica como por la mayoría de los ámbitos sociales en que este se desenvuelve y que, pese a todo esfuerzo reflexivo, excede su tratamiento como mera “construc­ción cultural” o “práctica social”.

Desde la primera aproximación a este tema de­cidí utilizar el concepto de lo “extraordinario” para clasificar provisoriamente a los extraños fenómenos observados y la experiencia vivida con relación a ellos.
Realicé así una diferenciación de los mismos tanto del equívoco término sobrenatural -con una fuerte carga etnocéntrica y ligado a una idea esencialista y dualista de “naturaleza” (Saler 1977)- como de la categoría de lo “extraempírico” o “suprasensible”, utilizados a menudo por antropólogos que reflexionaron sobre su participación en eventos que, como la hechicería y adivinación, pusieron en crisis su sentido de realidad pero no identificaron con un fenómeno u objeto ob­servable (Stoller 1989; Stoller y Olkes 1987).

La experiencia con las luces duró en total unas cuatro horas, desde las primeras hasta las últimas apa­riciones, entre las 21 PM del 20 y la 1 AM del 21 de febrero de 1998. Involucró distintas manifestaciones, que pueden ser agrupadas en series con características semejantes, momentos de aparición y desaparición -al menos de nuestro campo perceptivo- de los objetos y cambios en nuestras actitudes, estados de ánimo y discursos.
Las características de los objetos luminosos fueron detalladas en nuestro relato. Interesa en primer término señalar la diversidad de regularidades de manifesta­ciones que, a juicio de los participantes en los even­tos, no se correspondían con propiedades de objetos inanimados: aparición y desaparición de improviso o paulatinamente. Cambio lento o rápido de apariencia: tamaño, color, textura o densidad. Diferentes tipos de desplazamiento, cambiando su velocidad, dirección y altura. Para sintetizar, una secuencia básica de los eventos basada en los principales cambios observados sería la siguiente:

1) Aparición de los objetos, movimientos de aproximación y desaparición sucesivos hasta una distancia de cien metros.
2) Aproximación y seguimiento de un objeto, del tamaño aproximado de una pelota de fútbol en nuestra ruta. Realización de movimientos muy veloces en el aire en el momento de nuestra detención para observarlo.
3) Acercamiento paulatino (y prolongada retirada) desde veinte o treinta kilómetros hasta quince metros de dis­tancia de un objeto de aproximadamente tres metros de diámetro, con cambios cromáticos y de intensidad y contacto con su emisión luminosa. Acercamiento próxi­mo de un objeto similar, con seguimiento del trazado de nuestro desplazamiento previo.
4) Aparición sucesiva y desplazamiento de tres objetos luminosos sobre la Pampa del Leoncito, con cambios cromáticos y de forma, aparente detección de nuestras huellas, cambios de altura, velocidad, tipo de movi­miento, repentino vuelo y desaparición en el aire de uno de ellos.
       5) Vuelo, aproximación y contacto de un objeto con el grupo en reiteradas                  oportunidades.
    6) Rápidos cambios de intensidad o “titilado” de tres obje­tos luminosos ubicados en los bordes de la Pampa del Leoncito en posición estática y repentina desaparición del campo perceptual.
El segundo punto que pretendo exponer es que dichos objetos luminosos evidenciaron aptitudes de reconocer o detectar nuestra presencia. Los acerca­mientos sucesivos desde varios kilómetros de distancia, en distintos momentos, llegando a una proximidad de 15 m en dos casos y al contacto directo en otro, dan prueba de ello. El contacto también se produjo con la luz emitida por los objetos. Pero por otro lado, y esto es quizá más importante, los objetos no sólo habrían reconocido nuestra presencia directa sino indicios mediatos de la misma, como las huellas dejadas por nuestro paso que en una oportunidad siguió uno de los objetos un par de centenares de metros, incluyendo el reconocimiento probable del sentido seguido por nuestro movimiento.
En relación con lo anterior, el tercer aspecto a destacar es que las luces no actuaron aleatoriamente sino en relación a nosotros o a nuestros movimientos. A lo largo de esas cuatro horas los objetos produjeron cambios notables de color, forma, tamaño, aparición o desaparición, aproximación y alejamiento, de acuerdo a momentos de nuestro propio desplazamiento. Pudo observarse una dinámica de progresivo acercamiento a lo largo de los eventos 1 a 3, y luego 6, con inter­valos de desaparición de nuestro campo perceptual. También detenciones más o menos prolongadas en nuestra proximidad en algunos casos con secuencias de aproximación desde probablemente 30 km. Hubo lo que aparentó ser una especie de “juego”, inter­cambio de acciones o interacción entre los objetos y nosotros, mediado por algún tipo de reconocimiento de presencia y actitudes. Las interacciones implicaron en algunos casos la aparente coordinación entre los objetos, tales como la aproximación desde sentidos opuestos al mismo tiempo, la aproximación entre sí, detención simultánea y el titilado y su posterior des­aparición al unísono. Pero a este marco habría que agregarle otro componente: la existencia de fenómenos de comunicación entre los objetos y con respecto a nuestro grupo.
Como hemos planteado, otra característica signi­ficativa del comportamiento de las luces fue la capa­cidad de reconocer indicios de nuestra presencia, a través de nuestras huellas, en plena noche y a gran distancia, en un terreno surcado por huellas parecidas. Independientemente de las condiciones por las cuales los objetos fueron capaces de tal detección, el hecho de que individualizaran nuestras huellas, siguieran la dirección dejada por ellas y luego ubicaran nuestra presencia sugiere la capacidad de sustituir un objeto por otro, es decir nosotros mismos por nuestras hue­llas, asociando uno y otro objeto.
Asimismo, el reco­nocimiento de que estos indicios, organizados en una sucesión, representaban una secuencia de traslación de un punto a otro, implica probablemente que no sólo manifestaron una aptitud para reconocer dimen­siones espaciales sino también temporales, como así también indicios de nuestra actividad.
Estos detalles tienen implicancias importantes ya que coinciden con una de las relaciones básicas y clásicas atribuidas a la función simbólica, que es la de sustitución de un objeto por otro que es investido como signo del pri­mero. Si esta afirmación fuera correcta, podríamos arriesgar como hipótesis de trabajo que la conducta de los objetos incluiría una propiedad comparable a la función simbólica. Deseo convocar, a este respecto, un punto que fue observado por uno de los evalua­dores de este artículo y que permite aclarar nuestro argumento. El evaluador señaló que la hipótesis de que las luces poseerían una función simbólica basada en la aptitud de sustitución y representación de objetos suponía la construcción antropomórfica de los mismos.
Sin embargo en este artículo evitamos cuidadosamen­te una clasificación de los objetos en base a propias creencias previas o folklore compartido, por ejemplo el de los OVNI, platillos voladores, luces malas o es­píritus. Cuando sugerimos la capacidad de sustitución y representación de objetos por parte de los objetos estudiados, se abre una gama de posibilidades ya que no sólo los humanos son capaces de tal operación, sino también especies animales y en cierto sentido máquinas programadas, por ejemplo.
Lo importante de ésta hipótesis es que los comportamientos anali­zados indicarían algún tipo de inteligencia operante, mediata o inmediata, y no la mera manifestación de un fenómeno natural inanimado.

Esta discusión nos lleva sin duda a otro problema, que es el del impacto y elaboración de los eventos por parte del grupo. Nuestras acciones, sensaciones, pen­samientos y discursos fueron someramente descriptos en el relato inicial que abre este ensayo. Lo primero que emerge del análisis es la sorpresa y dificultad de dar sentido a la experiencia y de categorizar las ma­nifestaciones observadas. Permanentemente ensayába­mos explicaciones y nuevas preguntas, sin encontrar nunca una respuesta favorable para poder definir los objetos. Sin embargo, hubo un reconocimiento de ob­jetos. Distintos marcos interpretativos se pusieron en juego. Según estos, las luces fueron alternativamente no-gente, luces malas, gendarmes, policías o guarda­faunas, entierros, espíritus de “indios” -especialmente de brujos indios- o espíritus en pena, el diablo, platos voladores, para terminar imponiéndose la categoría más neutra, definida por la mera apariencia visible y compartida por todos, de los objetos: luces.

Pero las distintas interpretaciones volvieron a ser convocadas reiteradamente, a pesar de ser contradictorias entre sí y haber comprobado repetidamente su futilidad. Por ejemplo, en varias oportunidades volvimos a pensar en las luces como posibles patrullas y vehículos con­vencionales a pesar de que ya habíamos distinguido claramente y a corta distancia que eran bolas de luz pálidas que flotaban en el aire.

Sin embargo, sería erróneo atribuir las diferencias señaladas a las pro­pias del sistema de creencias del investigador y de los informantes. Por el contrario, si bien existieron ciertas tendencias, en mi caso a pensarlas como parte del complejo folklórico OVNI y en el de ellos como “espíritus”, ninguno de nosotros tenía un discurso uni­ficado para clasificarlas y todos alternamos diversas interpretaciones. Yo, por ejemplo, pese a mi formación escéptica y atea, pensé en la posibilidad de que fueran “espíritus” o “espíritus de indios”, mientras que mis informantes también pensaron que podían ser “platos voladores”. Todos, finalmente, pensamos en algún mo­mento que eran vehículos humanos.
Junto a la contradictoria dinámica de las inter­pretaciones, experimentamos cambios inexplicables o ciertas incongruencias en nuestras sensaciones y percepciones, las cuales tampoco se dieron de igual modo para todos los participantes. Nuestros estados de ánimo variaron abruptamente del miedo a la bea­titud, del pánico a la tranquilidad, de la sorpresa al acostumbramiento o la indiferencia.
Estos cambios no guardaron una relación aparente con el momento en la secuencia de eventos. Por ejemplo, recuerdo que a los pocos minutos de observar las aproximaciones de las luces hasta un par de cientos de metros y sus repetidas desapariciones y reapariciones en otro punto yo cabalgaba tranquilamente con un sentimiento de placidez, como si se tratara de un fenómeno familiar. Una similar sensación de tranquilidad me invadió en general cuando debería haber sentido más temor, en la mayoría de los acercamientos más próximos, trans­formándose en cierto gozo cuando una de las grandes luces estaba parada a pocos metros.
Nuestras percepciones también sufrieron ciertas in­congruencias. Por un lado, los objetos en sí mismos no aparentaban ser de un material, sustancia o consis­tencia clara. Era como si la visión de la luz estuviera fuera de foco, siendo difícil representar su ubicación, contornos, forma, aunque se observan intensidades, colores y núcleos más luminosos. Por esta causa Os­valdo reportó dolores de cabeza y mareos luego de mirar las luces, cosa que el resto no.

Otra tipo de anomalía se produjo en cuanto a la percepción del tiempo y el espacio. Por un lado, la variación de tamaño y ubicación de las luces. A veces desaparecían en un punto del recorrido e inmediata­mente se las veía en otro lado, a cientos o incluso miles de metros, en el punto de partida y reiterando el movimiento anterior, sin haber podido percibir el traslado. En algunos casos el tamaño variaba abrupta­mente, por ejemplo la luz que siguió nuestro rastro que comenzó siendo una breve resplandor, una “velita” o “sol de noche” como dijeron mis acompañantes, para en un par de segundos mostrarse como una esfera de luz de casi tres metros de diámetro.

En cuanto al tiem­po, todos los participantes nos sorprendimos por sen­saciones de incongruencia entre el tiempo percibido y el espacio recorrido, o el tiempo medido en nuestros relojes en algunos pasajes puntuales de nuestro reco­rrido.

El episodio del cruce de la Pampa del Leoncito fue tal vez el más notable: según nuestra percepción, tardamos cinco minutos en atravesarla, pero debíamos haber demorado al menos veinte minutos o media hora. Luego, en ningún momento percibimos un corte en nuestro trayecto, o sea fue como si en lugar de seis kilómetros hubiéramos andado uno, pero teniendo la sensación del espacio de seis kilómetros recorrido en su totalidad. Algo similar ocurrió cuando salimos de la Pampa hasta pararnos nuevamente. Finalmente, el tiempo total de los sucesos fue percibido por nosotros como de una hora o una hora y media, pero el tiempo cronológico fue de unas cuatro horas.
En cuanto a la relación entre los participantes, puedo describir que estas experiencias generaron una sensación de comunidad, de solidaridad e identifica­ción poderosa basada, podríamos decir, en la sim­ple condición de “humanidad”, provocando también un insospechado desplazamiento en la posición del Otro etnográfico. Abruptamente, mis acompañantes nativos dejaron de ser un objeto etnográfico y yo el Antropólogo excéntrico y nos agrupamos en un nuevo Nosotros frente a “lo” Otro, como alteridad radical en vista de la cual nuestras diferencias perdieron rápida­mente sentido.

CONSIDERACIONES FINALES

En este artículo intenté plasmar un proyecto de escritura y análisis preliminar que lleva varios años de elaboración, no tanto en cuanto a su tratamiento teórico sino a las dificultades de encontrar una manera de comunicar una experiencia etnográfica disruptiva. En los meses posteriores a los hechos muchas veces pensé como fútiles los esfuerzos analíticos que había llevado a cabo hasta el momento en mis investigacio­nes como así también los marcos teóricos de referen­cia que utilizaba. ¿Cómo confiar en la aptitud de mis análisis cuando los supuestos de realidad misma sobre los que éstos se asentaban se veían tan drásticamente cuestionados?
Si las “luces” de las narrativas de mis informantes existían para mí, y de una manera tan nítida que superaba las versiones más bizarras ¿Qué lugar otorgarle a todas los demás relatos de sucesos extraordinarios (narrados con igual seguridad con un discurso testimonial) de diablos, brujas, fantasmas, animales híbridos, salamancas, etc.?
Tal vez por todo ello el análisis logrado sea por momentos tosco, errático, incompleto, pero en todo caso, sincero. En este caso, la hones­tidad implicó tratar de ser fieles en la descripción y registro etnográfico y mostrar las heridas abiertas de la formación disciplinar o la imposibilidad de hacer un sentido coherente o construir algo parecido a un “modelo” para explicar los sucesos. Tal vez habría sido cobarde no haber escrito nunca sobre el tema y haber cedido a la censura o autocensura académica. Tal vez no, porque no estamos formados para ello ni hay todavía un campo desarrollado para contenerlo. Sólo el entusiasmo de algunos colegas y mi propio deseo de hablar.
¿Cómo seguir? En su momento tomé dos actitudes. Por un lado, continué con el desarrollo de mis estudios en la región “despegándolos” de la búsqueda de un conocimiento sobre los eventos extraordinarios vividos.
Por el otro seguí esperando, o tratando, en la medida de lo posible, de dar sentido y explicación a esa y otras experiencias parecidas evitando fijar clasificacio­nes, enfrentando la incertidumbre radical y el temblor con un escepticismo místico antropológico, es decir sin un salto de fe, pero intentando vivir y lidiar con ellas al modo de mis informantes y desde los retazos de mi propio y heterodoxo aprendizaje.
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Comparto este testimonio del antropólogo Diego Escolar, porque lo considero de sumo valor e importancia. 1) Se trata de un científico que va a hacer una investigación de campo sobre las versiones folklóricas del lugar: 2) Emprendido el camino para verificar qué ocurre, resulta junto a un grupo de personas, ser testigo presencial de una serie de manifestaciones de Fenómenos Luminosos Anómalos –el nombre técnico que se les ha dado—que describe con precisión y exactitud respecto de sus características y comportamiento. 3) Plantea con honestidad su disyuntiva entre atribuirles una explicación dada por la cultura (la lugareña, indígena) o la universal (OVNIs), y decide atenerse estrictamente a lo que vio y describirlo como “luces” porque no puede atribuirles una identidad que desconoce. 4) Lo más significativo es que estas luces revelan un accionar inteligente, y de hecho, plantean una interacción con el núcleo humano que las estaba observando y al que siguieron. Esto último descarta que se trate de meros fenómenos naturales inanimados. según lo dice el propio Escolar. ¿Pueden ser fenómenos artificiales tras los cuales hay una inteligencia humana? 5) Dos aspectos bastante peculiares de la experiencia vivida son por un lado las sensaciones de placidez y tranquilidad experimentadas por Escolar, y una alteración de la conciencia del tiempo. En palabras del antropólogo “el tiempo total de los sucesos fue percibido por nosotros como de una hora o una hora y media, pero el tiempo cronológico fue de unas cuatro horas.” Lo cual a mi entender significa que los fenómenos les entretuvieron de tal manera que el tiempo se les pasó sin notarlo. Tanto, que inclusive Escolar llevaba consigo una cámara fotográfica y ni siquiera atinó a tomar fotos.

La cuestión que queda planteada es: ¿cuál es la verdadera naturaleza de estas luces?, ¿qué tipo de inteligencia son, si es que son realmente una manifestación de inteligencia?, y entonces ¿sería posible encontrar una forma de comunicación? Lo dejo a consideración de los colegas. (Importante: en la zona se encuentra un Observatorio Astronómico. Ver mapa y foto adjuntos)


MWH


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